La fiesta de la insignificancia[1]

Mauricio Alfaro
4 min readSep 6, 2021

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Aquellos que eran vistos bailando, eran considerados locos por quienes no podían escuchar la música.

Friedrich Nietzsche

Dionisio.

Sin quererlo, aparezco en una fiesta. El sonido de la música, el ruido, la luz y el bullicio me abruman. Hay gente que no conozco, que nunca he visto, con la que nunca he cruzado ni palabra ni mirada; sin embargo, en la fiesta me toca sentarme a su lado. No sé quién me invitó, ni quién o quiénes son los anfitriones. Tampoco tengo idea dónde estoy. Lo único que sé — dentro de este ruido insoportable — es que soy algo. Soy algo que existe.

Al principio, no entiendo lo que dice la letra de la música de fondo. Tampoco, en ese sentido, siento la melodía de dicha pieza. Las caras de la gente, si bien en un principio me parecían extrañas, las veo ahora con cierta naturalidad: me he dado cuenta de que, para disfrutar de la fiesta, debo de con(vivir) con esas personas con las que, por la aleatoriedad de la vida, me tocó compartir la mesa.

Me sirven, en una bella copa transparente, un poco de vino. Comienzo por platicar con quien está frente a mí: me dice, por ejemplo, que todas las personas invitadas somos iguales en lo fundamental. Me dice que todos formamos parte de lo mismo; que venimos del mismo origen, por todos desconocido. Me comenta, también, que todo está en todas las cosas, y que me acomode y disfrute, en la medida de lo posible de lo que, extrañamente, ella denomina como “la fiesta de la vida”.

Me levanto a bailar la canción que, en ese momento, me sienta bien al ánimo. Su ritmo y melodía siembran en mí el deseo de moverme. Por un momento, dejo de pensar y me abandono al revolucionario acto de dejarme sentir. De sentir. De sentirme. Siento el calor de la luz que apunta hacia mí. Siento el calor que la gente que está en la pista de baile emite al moverse. Siento la cadencia de sus pasos, de su ritmo y de su respiración. Empiezo a danzar al ritmo de la melodía que me tocó escuchar, con los zapatos que me tocó usar, y las ropas que tuve por vestir.

Abro los ojos y, al observar a la gente que me rodea en la pista, noto con una extrañeza que me asombra y supera, que una sonrisa se pinta en sus rostros. Están llorando, riendo, sudando, bailando. No entiendo por qué hacen todo eso. En mis adentros, me siento aterrado y abrumado: no comprendo por qué son(ríen).

Procedo a sentarme en mi mesa, que lleva el 3 por número. Veo, por casualidad, que un par de personas se empiezan a retirar de la fiesta. Con paso lento y espalda curveada, se alejan del bullicio, y salen por la puerta sin mirar atrás: creo que están cansados, y me da la impresión de que bailaron las canciones que más les gustaban. Al menos puedo inferir eso por la sonrisa y las lágrimas que, con un pañuelo de color azul, se secaban mientras con la otra mano sostenían su bastón.

La Danza de la Vida. Edvard Mvnch

Cansado y con sueño, abrumado por la cantidad de gente que entra y sale, se acerca a mí otro extraño: su rostro, por mí hasta ese entonces desconocido, tiene arrugas. Tiene una barba blanca muy larga y, por cada palabra que sale de su boca, toma tres respiros profundos. Entre las cosas que comentó, que aún no logro comprender del todo, me dijo, a modo de secreto, que a la fiesta llegaron tarde varias personas. Que, además, hubo otras que se quedaron más tiempo del esperado; que muchos lloraron y bailaron, y se rieron. Otros tantos, — me dijo — se enamoraron, pero también muchos de ellos bailaron al ritmo de la música. Me dijo, adicionalmente, que hubo gente que llegó con botellas. Otros trajeron pan; otros, nada.

Me dijo que, en realidad, en la invitación a la fiesta no se solicitaba ningún objeto, ni ningún tipo de etiqueta — de hecho, hubo gente que llegó sin ropa — . No faltó, sin embargo, quienes por el puro deseo de deslumbrar — quién sabe a quién, o por qué — trajeron algo que ellos nombraban como superior. En la fiesta, no obstante, habrían de encontrar todo aquello que fueran a necesitar. Finalmente, este sujeto desconocido, después de haber sido interrumpido por quienes se llevaban las bocinas y desarmaban la disco, me dijo que me quería. Con lágrimas en los ojos, me dijo que le dio mucho entusiasmo conocerme y que, aunque esa había sido la primera vez que me había visto, deseaba desde lo más profundo de su ser que me haya divertido. Que haya disfrutado de esto que él, no sin extrañarme, nombraba como la “fiesta de la vida”. Me dijo, por último, que desea desde lo más profundo de su ser que yo, este ente que existe, haya sido feliz.

[1] Título prestado del libro de Kundera, cuya influencia es notoria en el presente texto.

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Mauricio Alfaro

Politólogo por el ITAM. Interesado en temas de filosofía del lenguaje, filosofía de la ciencia, y dilemas ético políticos de las democracias.